¿Quién envejece?
“Te vas a envejecer pronto” me dijo Warren, el mejor amigo de mi
hermano al despedirse. Segundos antes me había preguntado qué hice anoche,
mientras él y mi hermano fueron a bailar
y tomarse algo por ahí. La verdad es que me quedé en casa leyendo y navegando
en internet, viendo videos de Youtube sobre distintos temas sin ningún propósito definido más que el de
matar el tiempo hasta dormirme.
Paso por un período de duelo, pero la razón por la que no salgo es
simple: Soy una persona introvertida y encuentro relajante estar a solas, en
casa. Así he sido desde la adolescencia. Salir para mí significa desgaste. A
menos que sea un motivo supremamente importante para mí. Los espacios llenos no
me recargan las pilas, me las agotan y me aturden los sonidos excesivamente altos.
Claro, más de alguna vez logro entrar en esa necesidad de saturación espiritual
y me dan ganas de salir a aturdirme. Pero valga decir que es eso, aturdirme los
sentidos.
Pregunto: Una persona envejece más por estar en casa haciendo lo que le
da paz y tranquilidad o envejece trasnochando, bebiendo y “divirtiéndose” entre
bares y discotecas? En mi opinión, por
una cuestión biológica desvelarse agota y termina restando calidad de vida a
las células, las discos están llenas de humo de cigarrillo, alcohol, y sonidos
de altos decibelios comida poco saludable y prácticas que pudieran resultar
peligrosas dependiendo de “lo que se
encuentre en el camino.” La única ventaja
que veo, en una disco de esas, es la gente con la que puedas interactuar pero la
verdad, es poco lo que puedas inferir con música estridente bombeando entre los
interlocutores. De ahí que la experiencia del instinto resulte emocionante para
los asiduos consumidores juveniles que llegan a estos sitios. La recarga viene
pues, por la adrenalina del riesgo. Es
como elegir entre turismo de aventura y turismo de hoteles resort.
Disfruto mucho la naturaleza, los árboles, playas, lagos, los paisajes
llenos de verdor, las conversaciones interesantes , no por lo ilustrada que
puedan ser, si no por la riqueza humana
que puedan significar, qué me cuenta el interlocutor más allá de la anécdota, con sus ojos, sus
manos, su corporalidad. Luego como ocurre en pequeños pueblos, caminar sin
miedo al asalto, observando la vida misma, los olores que desprenden las casas
a ciertas horas que la costumbre exige,
como la hora del “tibio” o el chocolate con leche, cuando llueve; aquella
tortilla de maíz recién palmeada, servida con abundante cuajada y café; las
platicas amenas de las tías, de las abuelas, la novela compartida con todos, la
hora de los secretos dichos entre murmullos a la hora de dormir, la hora del
recuerdo de infancia y la risa
nostálgica, por aquellos tiempos que no volverán, la conciencia plena que cada
minuto de vida conlleva ese minuto de muerte y que jamás volveremos a ser tan jóvenes
como ahora, ciertamente, tengamos la edad que tengamos hoy.
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